2020, el año en que el mundo se paró

O mejor…nos pararon.

El péndulo dejó de oscilar y se paró de repente. Empezamos el año celebrando a media voz la incertidumbre.

Se olía, se intuía, se vislumbraba el cambio. Nadie sabía por dónde iba a venir, pero todos estábamos seguros de que sucedería.

Demasiados atropellos a la Madre Tierra. Ella se quejaba en forma de incendios, terremotos, inundaciones…Nadie la escuchaba. Y un día, un virus invisible nos paró y nos devolvió al interior de nuestras casas, como si fuéramos caracolas que el mar devuelve a la arena. Allí, varadas, permanecemos esperando el momento de regresar al mar o de quedarnos para siempre en tierra esperando que alguien nos recoja y nos convierta en objeto decorativo.

Hemos perdido la libertad, ¿o quizá nunca fuimos libres? Y vivíamos un espejismo de consumo, crecimiento y poderío, mientras unos hermanos morían en el mar, sin que nadie moviera un dedo, otros hermanos morían de hambre antes de crecer, otros lo hacían en guerras que veíamos por televisión mientras cenábamos en lujosos restaurantes…Un despropósito.

La conciencia se ha desperezado, se ha sacudido la pereza y nos ha sacudido un coscorrón que aún no alcanzamos a ver. Tenemos los chichones cubiertos de canas, de mascarillas, de guantes de látex y de miedo. No queremos verlos, pero, ¡ay amigo, si es la única forma de que se nos curen! De despertar.

El tortazo ha sido monumental. Nada volverá a ser…¿Cómo antes?: crecimiento descontrolado, contaminación desorbitada, consumo imparable, más aviones, más coches, más, más, y más ansiedad, más viejos, más niños solos, más padres agobiados, más actividades extraescolares, más asilos, más abusos, más abandono…

Más trabajos precarios, más alquileres imposibles, más deudas, más créditos…Semanas que pasan tan rápido que necesitamos escapar al otro lado del mundo para descansar de correr.

Y de pronto, todo es prescindible.

Comer, dormir, si se puede, respirar y convivir cada quien con quien le toque, es lo único que hay que hacer.

Tal vez algunos continúan en la rueda del samsara trabajando online o haciendo videoconferencias sin parar, pero en el fondo sabemos que todo es prescindible. Las reuniones de trabajo, los discursos políticos, el postureo de los famosos, hasta el fútbol ha dejado de ser el centro de nuestra vida, a dios gracias. Parece mentira, pero vivir o morir va a resultar que es lo único importante, para la mayoría de humanos que tenemos la suerte de pertenecer al primer mundo. Nuestros hermanos del segundo y tercer mundo hace tiempo que lo saben.

Tenemos pues la oportunidad de comprobar que el valor y el precio no son lo mismo, que la soledad es un regalo cuando es elegida, que los niños son seres importantes que no debemos abandonar en guarderías. Que no deberíamos desahuciar a nuestros abuelos en truculentos asilos, las eufemísticas ‘residencias’. Que la vida es corta y bella y vale la pena vivirla en contacto con las personas que queremos y con la naturaleza que nos alimenta.

Tal vez esta pandemia y toda su parafernalia sirva para eso.

Esperemos con confianza como dice un buen amigo, tengamos esperanza en que así será.

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