No nos han enseñado a parar.
Desde niños tenemos que estar haciendo algo.
Muchas veces me quedo mirando a mi nieto de dos años observando su entorno, empapándose de vida, interesado por el vuelo de una mariposa.
Casi siempre los adultos hacemos que los niños salgan de su meditación, de su abstracción, de su presente maravilloso y verdadero, porque tienen que comer, o bañarse, o ir al cole a aprender muchas cosas que no le servirán de mucho pero le mantendrán muy ocupado.
Y pronto empezamos a correr para vestirnos, para descansar, para jugar, para trabajar…
Y llega un día en que ya no puedes parar…
¡Y es tan sano parar!
¡Es tan necesario parar!
Paradójicamente muchas veces la vida nos obliga a parar y no precisamente para disfrutar de ella mejor, sino porque la enfermedad, el cansancio, el abatimiento nos ha invadido y nuestro cuerpo se queda sin la energía vital necesaria para continuar.
Paramos, entonces, por obligación, por prescripción, por precaución, para recargar combustible y seguir corriendo hasta el siguiente lugar, hasta que llega un día en que ya no puedes correr más y se te rompe el motor.
Entonces el parón es total y, excepto a ti mismo, a nadie más le va a importar.
La carrera de los siglos seguirá sucediendo y serán otros los que tomen el relevo…
¿Y si paráramos antes? Por gusto, por deseo, por conciencia.
Y si nos permitiéramos disfrutar de los detalles, sin perdernos en las obligaciones impuestas?
¿Y si empezáramos a vivir antes de envejecer, enfermar o morir?
¿Y si pudieras escuchar cada día el canto de un pájaro?
¿Y si perdieras el tiempo oliendo una flor o viendo salir el sol?
¿Te atreves a parar?