Cuando yo era niña casi siempre estaba triste. Me hice mayor deprisa y casi nunca reía. Y creí que la vida no era divertida.
Fui muy obediente y extremadamente complaciente. Amé mucho a mis padres y me olvidé de mi. Mi carita de niña se volvió trascendente y me puse muy seria y un poquito infeliz.
Me escondí en las canciones y en el sol del verano, me agarré de la mano de mi yaya enlutada, me creí la más lista, me enfundé en mi armadura y toda la amargura se apoderó de mí.
Y no supe reírme de la risa, ni llorar con el llanto. Mi refugio perfecto fue esconder mis encantos. Y así, muy transparente, calladita y discreta dejé de ser la niña de la carita seria.
Me aprendí las lecciones, dibujé mi careta, para que tú ni nadie me llamara indiscreta. Me volví resabiada, solitaria, enfadada. Una chica muy bella, que nunca se miraba.
Hoy sé que nada es grave, que la vida es un juego. Que nada vale tanto, que el valor no es precio.
Que estamos de viaje, siempre, siempre aprendiendo. Que el regalo mejor es vivir el misterio.
Mi carita de abuela se ha vuelto más graciosa, me río de mi misma cuando huelo una rosa. Me miro con ternura, me abrazo con cariño, y doy gracias al cielo por todo lo vivido.