Y te asomas a la azotea de la vida y el viento del norte te azota en la cara.
Respiras, recuerdas que la misma circunstancia nunca se repite, ni las mismas caras.
Tu historia es personal e intransferible, los amores y odios no se heredan. Y nunca aprendes de tus mayores. Cada uno tiene que caminar su senda.
Cuando envejeces, piensas más en tu madre, en tantos desencuentros y miserias, en las conversaciones inacabadas, en el abismo generacional y en el profundo amor con el que la recuerdas.
Y la ves en tus manos y en tus canas y en cada arruga te pareces más a ella. La imaginas anciana y siempre bella, pero ella nunca quiso hacerse vieja.
Y es que la vida trae las cartas marcadas y no se puede regresar al ayer. Sólo aceptar y mirar el mañana, con la seguridad de que lo hiciste bien ayer.
Al menos lo hiciste como tu alma anhelaba, con tu corazón latiendo a flor de piel, con tanto amor como supiste, con la misma esperanza hoy que ayer.
Una vida a veces se hace corta para entender a todos los que te aman, así que ámalos igual sin entender.