Mi abuela materna se llamaba Concha, una mujer fuerte, mandona y muy sabia.
Siempre fue mi yaya, la que me crió, quien cantaba coplas mientras oíamos en el transistor aquellos consejos franquistas de antaño.
Mi yaya cosía y cantaba a la vez, hacía la compra pidiendo la vez. Vestía de negro pues enviudó pronto y en aquellos tiempos el luto era lo propio.
Eran tiempos lentos, de veranos largos, de inviernos eternos y otoños añorados. Mi madre y mi abuela se llevaban bien, las dos al unísono nos cuidaban también. Formaban equipo en un matriarcado, mi padre gritaba pero nadie le hacía caso…
Y mi yaya Concha, mandaba y mandaba y a la chita callando se llevaba el gato al agua. Haciendo rosquillas, o verdura hervida, o guisos de garbanzos o alguna rica empanadilla.
Mi abuela materna, mi yaya querida, siempre hizo lo que ella quería.
Nadie osaba nunca llevarle la contraria, era una mujer con una gran labia, hablaba salado, con deje costeño, Torrevieja siempre para ella fue un espejo.
Gracias a mi abuela por quererme tanto, por dejarme estar siempre en su regazo. Por morirse un día sin mucho ruido, tranquila en su cama como así es debido. Ojalá que un día, yo pueda morirme igual que mi yaya sin prisa y sin olvido, con mis nietos cerca jugando al pillo pillo.
