
Y un día decidió venir. Escogió a su padre y a su madre y se aventuró a experimentar el regalo de la vida. Tenía muchas expectativas, muchos sueños que realizar, demasiadas cosas que sanar y poco tiempo para hacerlo todo.
La vida es un suspiro del universo. La hemos fraccionado en años, en días, en horas que pasan indefectiblemente por encima de nosotros sin que podamos hacer nada.
Y un día te descubres con la piel de tortuga y la espalda encorvada. Han pasado los años pero no tienes conciencia de ello. Si no te miras en el espejo, te parece que aún eres ese adolescente que tenía la vida por delante y no lo sabía.
Ahora lo sabes. Sabes que ya está. Que pasó y pasaste por dónde tenías que pasar. A veces riendo, la mayoría de las veces llorando o sufriendo. Y que hiciste todo lo que supiste, todo lo que tenías que hacer. Sin culpa, sin remordimientos, sin reproches.
Y miras y te ves y te recuerdas y te aceptas y respiras hondo y agradeces a dios (al gran espíritu, al universo, a quien quiera que sea) la oportunidad de seguir contemplando tanta belleza. De saludar al sol cada día, de disfrutar de las flores en primavera, de las cosechas en otoño. Agradeces por tu cuerpo que cuidas para que siga funcionando hasta el último día. Agradeces por tener un lugar dónde descansar cada noche. Por poder comer tres veces al día, si quieres.
Y empiezas a VIVIR.
Empiezas a tomar consciencia de que todavía estás vivo y de que no hay tiempo que perder. Basta de estupideces.