Yo no te conocí, abuelo, te pasaron por las armas una mañana de abril.
Tu hijo tenía nueve años y murió también contigo, se le acabaron de pronto todos los juegos de niños.
Se quedó huérfano de padre y también perdió a su madre, a la que, con total maldad, la acusaron del desastre.
«Tristes guerras» decía el poeta que corrió tu misma suerte.
Guerras de bandos hermanos condenados a entenderse.
Yo no te conocí, abuelo, pero te llevo en la sangre, en esa que derramaste en la postguerra cobarde.
Y mi padre se murió de pena y de soledad, de miseria, de dolor, de robada pubertad.
E igual le pasó a mi tía, la ‘tieta’ de Serrat, una niña de la guerra, con ansias de libertad.
Se acabaron los colegios y las ganas de jugar, mataron a vuestro padre y dejasteis de silbar.
Yo no conocí a mi abuelo, pero sé bien dónde está: mi abuelo vive en mis sueños y en mis ganas de volar.