Es común entre los hombres andar buscando culpables, casi siempre responsables de todos los males que sufrimos. Y si bien es cierto que muchos seres humanos causan dolor a sus semejantes, consciente o inconscientemente, la mayor parte de las veces cuando se trata de dolor emocional, ese dolor invisible nos lo causamos nosotros mismos.
María Elena lo sabía bien; conocía el dolor psíquico que tantas veces se instalaba en su cabeza, se acomodaba en su cerebro, se desparramaba en su corazón.
Era un dolor desafiante, descarado, incontrolado. Un dolor maleducado que nunca pedía permiso. Un dolor inoportuno, que aparecía sin previo aviso, casi siempre después de una fuerte descarga emocional.
María Elena no tenía defensas ante ese dolor paralizante que se apropiaba de su voluntad y la hacia entrar en una espiral de desesperación.
Y si, había hecho muchos cursos, infinidad de terapias, métodos de control mental, respiraciones conscientes, asanas de yoga, viajes iniciáticos. María Elena había hecho de todo y se sentía invulnerable. Pero de vez en cuando su viejo amigo, el maleducado y entrometido dolor psíquico hacía de nuevo su aparición para demostrarle una vez más que él era el dueño de su mente y por lo tanto de su vida.
Hasta que un buen día, María Elena se hartó de tener que lidiar con un visitante tan perverso, tan oscuro, tan invasivo, tan paralizante. Llegó un día en que María Elena plantó cara a su propia oscuridad y la abrazó como nunca nadie la había abrazado.
La acunó como a un bebé, la acarició como a un amante, le cantó nanas y le dijo palabras gentiles, la reconoció como suya y dejó de alimentar su mala energía.
María Elena bañó su oscuridad con colores rosados, dorados, morados y la desarmó. El egregor que ella misma creaba se desmoronó ante tanta ternura y se rindió al amor que un día también albergó en su corazón pero que había olvidado que existiera.
El dolor fue bajando de intensidad y empezó a jugar y a descubrir al niño que un día fue.
Y el dolor se convirtió en amor, en risa, en canciones, en bailes, en juegos, en mañanas soleadas y en noches de luna llena.
El dolor se fundió en un abrazo con María Elena y le dió las gracias por liberarlo de tanto sufrimiento.
Y desde entonces, cuando María Elena empieza a sentirse triste o enojada o rabiosa o simplemente cansada, coge del brazo a su dolor y salen a bailar con el sol.