Cuando era pequeña y me ponía a llorar, me escondía detrás de un sofá y la rabieta me dejaba sin respiración. Los adultos entonces se asustaban un montón y me empezaban a buscar por toda la casa. ‘Lo hace para llamar la atención‘, les dijo a mis padres el médico experto en la cuestión.
Ante tal inusual y provocador comportamiento, mis atemorizados papás y el resto de la familia, se esmeraron en consentirme cualquier cosa para que no me echara a llorar y sobre todo me cuidaban como si fuera de cristal para que no me hiciera un rasguño, ni tuviera un caída, que provocara mi llanto incómodo y descontrolado.
Aprendí rápido a no llorar así, el día que el experto de turno les mostró a mis papás cómo hacer para que se me pasara el berrinche: ‘un buen cachete y listo‘ o ‘una ducha fría boca abajo, cogida por los pies‘
Eran tiempos de cachetes y listo. ¿Torturas y listo, no?
Los niños aprendíamos rápido a obedecer sin rechistar y sobre todo a estar asustados por todo.
El miedo se instaló en mi mente de niña y me ha acompañado durante toda mi vida: miedo físico, psíquico, miedo a todo.
Trabajar el miedo me ocupa toda la vida. Creo que ese cachete fue tan absurdo e innecesario como el resto de ‘aprendizajes’ que recibí durante toda mi infancia.
Siento rabia, impotencia, injusticia y una sutil compasión por esos adultos que obviamente estaban mucho más asustados que yo y no tenían herramientas para tratar con una niña inocente y sabia.
Todos los niños son inocentes y sabios. Y a casi todos ellos nos han violado la inocencia y la sabiduría.
Trabajar la compasión y el perdón hacia ti mismo y hacia tus padres es el camino del héroe.
Yo no recuerdo mi infancia. Se perdió en mi subconsciente.