La inocencia es ese estado puro del Ser que vamos perdiendo a medida que crecemos. De hecho, está mal visto ser demasiado inocente cuando eres un adulto hecho y derecho, sensato, serio y formal.
Ser inocente es una condición infantil que se ridiculiza cuando dejas de ser niño y que, por ende, dura muy poco mientras eres niño.
Ser inocente es estar abierto a la magia, al milagro, a la maravilla. Ser inocente es ser creador de realidades, es ser dueño de tu vida. Imaginar y hacer posible un mundo lleno de ilusión y felicidad.
Ser inocente es poder enfadarse y que se te pase al segundo. Perdonar sin saber que perdonas, disculpar sin tener que pedir disculpas. Olvidarte del tiempo y el espacio. Vivir, en definitiva, en el Aquí y el Ahorra.
Ser inocente es recordar que somos un pedacito de Dios capaces de cualquier cosa.
Ser inocente es ser poderosos y coherentes, equilibrados y amorosos con nosotros mismos y en consecuencia reflejar ese equilibrio maravilloso en cada cosa que hagamos y digamos.
Sólo los niños son inocentes y los adultos nos olvidamos de que lo fuimos. Olvidamos esa felicidad que no se compra con dinero, sino con Amor y Tiempo.
Olvidamos que la seguridad no la da la mente sino el corazón.
Olvidamos que éramos dioses.
Olvidamos nuestro verdadero Ser.
Recuperar la inocencia es el camino para llegar a la paz.
Recuperar la inocencia es una misión, una necesidad en tiempos de control y miedo.
El inocente no es tonto, ni insensato. El inocente confía en si mismo y en la vida y por eso es dueño de su destino.
El inocente es el mismísimo Dios encarnado. El inocente es un niño que conserva sus alas intactas y sabe que puede volar por el infinito mundo de las posibilidades.